jueves, 8 de septiembre de 2011

UN OVNI

La noche de ese lunes, todo estaba solitario o sólido como dicen algunos amigos piuranos. Terminé las clases como a las 7 de la noche, caminé por los largos pasillos de la Universidad, en dirección contraria a la salida, hacia el Oratorio.
Mientras avanzaba, me crucé con muchos colegas que al parecer por la expresión de sus rostros sólo querían llegar a casa y dormir, ni siquiera llegar y ver televisión, o llegar y comer, sino sólo dormir, algo así como hacer una elipsis y borrar ese día que pesaba en los hombros, en los ojos, en la columna y en la cabeza. Yo tampoco salía de muchos ánimos, más de fuerzas que de ganas iba a rezar unos
padrenuestros y a meditar un momento. Era una costumbre diaria visitar el centro de oraciones, por lo general lo hacía a media mañana, entre clases, pero aquel lunes se me había pasado el día. Era sola mi alma, entre estatuas de miradas fijas, velas encendidas y dos luces de fondo, había penumbras por todos lados, procuré orar lo más rápido posible. Cuando salí, el viento arreciaba y las luces blancas de los pasadizos, se volvían tenues ante la oscuridad del piso y de la luna nueva. Los algarrobos se movían con un frenesí aterrador. Me coloqué los audífonos y el hip hop me hizo olvidar por un momento la desazón de la soledad y el estupor del miedo.
En mi pensión de alimentos, los ánimos también estaban caídos. Las empleadas atendían de mala gana, Flor servía los platos sin esmero, sin la estética acostumbrada, desequilibrados en contenido, para algunos rebosantes y para otros lo contrario, sin embargo nadie tenía intención de quejarse, todos rumiaban la comida, masticando resignadamente. Particularmente ese día, los platos no eran de mi agrado, pues me habían servido sopa de fideos como entrada, de segundo: hamburguesa de carne con menestra de alverja y arroz. Y de Postre: gelatina. Para tomar había limonada que estaba muy simple.

En la televisión no había ni siquiera partidos de fútbol que merecieran la mínima atención. Canela la obesa perra de la casa se lastimó con una trampa para ratas cuando intentaba comer un trozo de carne que había caído del mortero, el señor Smith estaba irascible y recriminó de malhumor a todas las empleadas por el descuido. Era la primera vez que veía conducirse de esa manera al amigable tío Smith.

De regreso a la habitación que alquilaba, en el tradicional y universitario barrio de Santa Isabel, no encontré ni a vecinos ni a compañeros de clases a quien saludar como era costumbre de todos los días, algunos papeles revoleteaban por la acera, la luz de los postes era amarilla y triste, hacía daño a la vista. A pesar que era una zona tranquila, sentí miedo de que me asaltaran. No llevaba una cantidad de dinero considerable en el bolsillo, más bien, sí llevaba algunos cientos de soles invertidos en libros especializados en mi carrera. Apuré el paso y poco antes de llegar a casa, volteé y sólo choqué mi campo visual con las paredes inmóviles, los rumores que me asustaban venían del viento, de ese viento frío y violento de Octubre. Una vez adentro, todo estaba oscuro, no me salió a recibir Archie con sus mordiscos, ni Anita con su cálido saludo, la chica que alquilaba el cuarto de abajo tampoco lanzaba gemidos desesperados de excitación. Tuve flojera de encender la luz de la escalera, sin embargo a mitad de camino el cuerpo se me escarapeló, subí deprisa, y el susto me pasó de súbito al sentir los sollozos de Anita, encerrada en su cuarto, se ponía así cada vez que tomaba. Últimamente lo hacía muy seguido. Mi vecino Jaime no se encontraba, pues no se le escuchaba su sonrisa escandalosa. Entré a mi habitación, encendí la luz, me desparramé en la cama, revisé mi celular y quedé seco dormido con todo lo que tenía puesto.

Tres horas después, me despertó Jaime con su amigo Epson, ellos tampoco tenían ganas de avanzar con los quehaceres universitarios, lo que sentíamos era algo como parecido a las náuseas, una sensación de desagrado que “quizás viendo una película se nos pasaría”, lo sugirió el tímido Epson. Sin embargo, todo los dvds que tenía ya los había visto. Sólo me quedaban dos, pero eran historias muy densas, sobre racismo y cine afroamericano, queríamos algo más ligero. Ellos habían interrumpido la elipsis de pasar de un día a otro, me habían quitado por completo el sueño.

Recordé que Pajares, un compañero de clases, siempre me pedía películas para intercambiar, él se había especializado en temática juvenil. Supuse que los jóvenes ofreceríamos historias más frescas, así que lo llamé y le ofrecí lo último que tenía. Él me comentó que había conseguido una que se llamaba “Good bye Lenin”, acepté. Él aún no la había visto, pero igual me la prestaba: “¡Cómo hacemos? ¿vienes a la pensión?

“No, brother, estoy cansadaso, ha sido una mierda este día, más bien vengan ya que quiero jatear”
Pajares, también era pensionista y vivía en la urbanización contigua. Entre la suya y la mía nos separaba la carretera Panamericana, una estación de servicios conocida como el Mega y al costado un descampado oscuro de unos 400 m2 lleno de algarrobos, botellas de cerveza vacías y envolturas de comestibles. Y es que la gente llegaba a diario al Mega con su carro a hacer bullla y tomar licor. Había noches en las que no se podía ni caminar con lo abarrotado que estaba, a veces habían grescas, llegaba el Serenazgo, la policía y la fiscalía y se acababa la diversión. Con todo eso, el Mega continuaba siendo el sitio preferido para prolongar celebraciones o por el simple hecho de tomarte una chelita cualquier día mientras la ciudad dormía, los universitarios lo preferíamos, antes que ir a las discotecas, era más económico. El caso raro, era que ese lunes no había ni un carro estacionado, al ingresar a su minimarket, fuimos los únicos, compramos algo de beber, unos chocolates y salimos. La urba de Jorge, tenía un lado enrejado y otro no, el más cercano al Mega era al que le habían reforzado la seguridad. Para no dar la vuelta, decidimos cortar camino por el pampón y tocar la reja hasta que Jorge, que habitaba en la primera casa, bajara renegando a entregarnos la película ofrecida.

Íbamos hablando de vaguedades, si fulana de tal estaba buena, de las nuevas relaciones universitarias que surgían u opinábamos quién era la más bonita del salón, cuando de pronto una luz como la de un reflector inundó el pampón. Quedamos inmóviles, las frases se dejaron de articular, nosotros estábamos en el centro de esa luz. Sentí que alguien me hablaba en mi idioma, era como la voz de un pensamiento que me invitaba a subir, era una voz cordial, pero extraña, como lejana. Sin preguntarle quién era y para qué quería que subiera, acepté mentalmente. Sentí un calorcito parecido al del verano. La intuición me informaba que no íbamos ni a Jupiter, Marte, Neptuno o Venus, sino que saldríamos de la galaxia. Todo fue muy rápido, sentí un impulso que me jalaba hacia arriba y puse resistencia, me dio miedo y me negué, repito: todo mentalmente. Sin más, la luz desapareció. Todo volvió a la oscuridad. Estuvimos en pausa por algunos segundos para luego recobrar el movimiento… Avanzamos unos pasos sin decir palabra, hasta que me quise sacar la duda si ellos también lo habían vivido: “¡qué fue eso?” Efectivamente lo habían presenciado, pero aún no se la creían. Agotamos las posibilidades con el transporte aéreo y otras hipótesis que no tuvieran que ver con OVNIS y no encontramos explicación. Cotejé y sólo yo había sido invitado por esa voz cordial, pero lejana. Ellos sólo recordaban estar inmovilizados por una luz. El camino hacia el enverjado, se hacía eterno. Saqué el celular para decirle a Jorge que bajara a abrirnos. No tenía señal. Con miedo aún, gritamos en coro su nombre y tocamos el intercomunicador desesperadamente. Algún vecino nos hizo callar.

A Jorge le contamos lo sucedido. Nos preguntó si habíamos fumado marihuana a manera de burla. Recogimos la película y volvimos a mi pensión por el lado sin verjas. En la casa, Anita se había quedado dormida y Archie husmeaba por la rendija del cuarto para sentir nuestro olor, mientras emitía ladridos. Pusimos la película e hicimos una pausa. Nos pusimos a reflexionar sobre lo acontecido, recordamos anécdotas de familiares y eran muy pocas. Así que decidimos hablar sobre fantasmas. ¿En qué momento fue que nos quedamos dormidos? Que desperté y me encontré en medio de mis compañeros, aún dormidos, acurrucados en mi cama de plaza y media. Sentí calor. Miré el reloj, era momento para levantarse, alistarse e ir a clases, ya ese lunes gris, triste, bizarro había pasado. Hacía sol, parecía que este martes sería mejor.
A veces pienso, si es que me hubiera ido…lo más probable era que hubieran experimentado conmigo, quizás me hubieran puesto la cabeza de un león o de un ratón y las piernas de un habitante de otra galaxia. Quizás, estuviera surcando los aires con mi platillo espacial, acompañado de mi novia marciana. ¿Podría regresar las veces que quisiera a la tierra? O simplemente mis órganos y partes estarían repartidos en decenas de experimentos y, aunque pocos me creen esta anécdota, mejor que no acepté, quizás no viviría para contarlo.

Iquitos, 11 de mayo de 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario