miércoles, 28 de enero de 2009

El Sueño de la mujer traslúcida: historias de un cuerpo sin alma

Mi comunión espíritu- corporal extrañamente se divorció y mi cuerpo inerte quedó tendido boca abajo en mi cama. De un momento a otro, yo me podía ver echado con la espalda descubierta y helada por el aire de la mañana, mis pies se mantenían cálidos, tapados con una colcha. Todo lo sentía desde arriba, desde mi alma. Esta seguía ascendiendo, pero con dificultad, zigzagueaba tambaleante hasta que se situó en una esquina superior del techo. Todo lo veía, la ventana de mi cuarto estaba abierta. En el escritorio, el radio había terminado de tocar un cd, las separatas estaban ordenadas, dispuestas a dejarse estudiar, el reloj marcaba las 10 de la mañana y mi Biblia seguía abierta por la mitad. En el suelo, había una botella de agua de dos litros, a medio consumir, mi pantalón estaba tirado, sin doblar, arrugado, al igual que mi camisa, la flojera no me había dado tiempo acomodarlos, solo para dejarlos así y derrumbarme en mi cama sin tender.

El sol y el aire frío de una mañana de invierno piurano entraban por mi ventana. Por allí, sorpresivamente ingresó un humo grande y denso. Dio una vuelta y comenzó a formarse una mujer traslúcida, su cuerpo bien torneado parecía compuesto por el gelatinoso y algo transparente tejido de las malaguas. La mujer se sentó en la cabecera de mi cama, arriba sentí su peso caer en el colchón, ella miraba mi cuerpo inmóvil. Tambaleé intentando descender en vano. Sentía mi piel más fría y mis vellos se erizaban hasta estremecerme.

Por aquella época, yo estaba en semanas de entregas de trabajos y evaluaciones. Había tenido varios días de amanecidas académicas y me esperaban más. Por lo estresado que estaba mis hombros parecían hechos de acero.

La mujer, que se le distinguían a groso modo todas las partes de su cuerpo, me miró con compasión y se comunicó conmigo transmitiéndome su opinión: “te faltan unos masajes.” Conforme me lo hizo saber, estiró sus dos manos hacia mi espalda. Lo hizo sin delicadeza, como cuando un robot obedece una orden. Sus brazos eran largos y delgados como los de Dalsin, el luchador oriental del juego Street Fighter. Sus dedos eran suaves como plumas de ganso.

Sus masajes calentaron mi espalda, sus manos parecían compuestas de Easy Hot, primero descargaban más frío en mi helado cuerpo y luego con el accionar de los masajes, mi espalda se volvía liviana, caliente, como el interior de una casa de campo con chimenea. Me gustaban sus masajes, me relajaban, estaba entregado a ellos, y ella lo hacía con vocación, con esmero, mientras su mirada compasiva continuaba. Parecía estar cómoda, aunque su postura enunciara lo contrario. Sus piernas juntas no daban hacia mi cama, sino al escritorio, mientras que su cintura había girado hasta que sus ojos observaban toda mi espalda.

Pensé que debía continuar con sus yemas lizas suavizando mis hombros, pero previamente, este ser extraño debía cumplir el requisito de toda alma buena: resistir inmunemente a la frase: “la Sangre de Cristo tiene poder.” Si no se inmutaba con ello, la dejaría que tocara toda mi materia, de lo contrario podría ser un espíritu malo o en pena que al saber que mi alma no estaba en mi cuerpo, quería apoderarse de este.

“La…a….a…a”, sólo alcancé a decir en mi primer intento. Una sensación similar a la desesperación de un ahogado me invadió. Una presión en la garganta, como si me ahorcaran, no me dejaba decir la frase completa. Terminé de decir la primera palabra y ya estaba exhausto y algo ronco. Conforme me rendí, el masaje aumentó en intensidad, como un zoom mi mirada se trasladó hacia sus manos que frenéticamente se doblaban y extendían por la parte superior de mi espalda.

No era la primera vez que un alma se me acercaba cuando mi cuerpo solo era materia. Meses atrás, en Iquitos, mi alma intentó regresar apurada cuando una mujer de bata rosada, desfachatada, blanca como papel bond y greñuda, cuyo pelo tapaba sus ojos, entró a mi cuarto. Abrió del todo la puerta, que estaba a medio cerrar. Lo hizo con dificultad, su asomo y su acercamiento me llenaron de horror, arrastraba sus pies avanzando hacia mí. Miraba hacia abajo como concentrada en el suelo. Esa misma mujer ya la había visto días antes en el ingreso de la escalera que conducía al segundo piso. Allí estaba el cuarto que compartía con mi madre.

Era una madrugada que luego de ver televisión en el hall del primer piso, me dispuse ir a dormir a la 1y30 a.m. Para llegar a mi habitación necesariamente tenía que cruzar el pasillo y subir por donde me daba la bienvenida el espectro. Nos separaban un aproximado de 10 oscuros metros. Solo la alumbraba la penumbra de las luces que iba encendiendo y apagando. Casualmente, la muerta estaba al costado del interruptor de la luz que yo debía prender para alumbrar la escalera. Pensé que podría ser un efecto visual, pero regresé a mirar tres veces y la mujer seguía ahí mirando hacia abajo. Todo pasó en segundos. Mi desesperación me hizo saltar de la cocina hasta el cuarto de mi abuela. Ese lapso lo sentí en cámara lenta y en el aire dije la primera palabra que me salió desde la boca del estómago: “abueeeeeeeeeeeeeeeellllllllllaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa”.

La anciana se pudo haber muerto de un infarto porque caí a su costado y zarandeándola le dije que había un muerto que me molestaba. “!Qué muerto ni tonterías muchacho, eso te pasa por quedarte hasta tarde viendo adefesios, ya anda duerme”, me dijo molesta. Mi cuerpo temblaba, mi respiración era agitada y me sudaban las manos. “¿Qué has visto?”, me preguntó, le conté lo sucedido, exaltado y atragantándome con las palabras. En seguida mi abuela, que es de personalidad fuerte, me hizo a un lado y se levantó a ver una correa, “¿dónde la viste?”, preguntó. Señalé el lugar que ya no parecía tan espantoso como al inicio, ella blandeó la correa como los vaqueros cuando atrapan toros y le dedicó una serie de improperios a la fantasma: “Puta de mierda, qué te has creído asustando a mi nieto, anda sabiendo que este hogar es cristiano, largo de aquí mañosa” y terminó sus vociferaciones con la sagrada frase “la sangre de Cristo tiene poder.” Antes de acompañarme a mi cuarto me recomendó que cuando tuviera miedo pronunciara esa expresión, todo un santo remedio para ahuyentar a las almas en pena.

Pero días después cuando se me salió el alma, había olvidado el consejo de mi abuela, mi alma concentrada en la esquina superior del cielo raso, solo quería bajar y en su intento zigzagueaba desesperadamente. Me sentía como una cámara filmadora bien ubicada, me veía durmiendo boca abajo, en la otra cama, mi madre emitía leves ronquidos, la luz de la mesa de noche alumbraba nuestros rostros. A mi madre le molestaba eso, pero yo la había convencido que necesitaba leer mis separatas de Marketing. Era un disparate leerlas en vacaciones de Universidad, pero yo estaba empecinado en aprender más de esa materia que me gustaba. Y fue en las lecturas del posicionamiento donde mis ojos se volvieron pesados y mi mente dejó de pensar.

Con la fuerza de un electroshock, mi alma entró por mi espalda a mi cuerpo, haciéndolo saltar súbitamente. Sentía frío (en Iquitos es raro sentirlo, puesto que la temperatura promedio es de 30º C y éste no era un día de lluvia, si no de los calurosos) Mi piel parecía de gallina, me estremecía. Para darme valor y posicionar mi respeto en mi espacio comencé a toser sin ganas, pero fuerte y a leer la separata de Marketing en voz alta, el coro de la silenciosa habitación lo conformaba la voz de mi madre que hablaba dormida, eso me daba más miedo, pero intentaba ser fuerte. Aún así recordaba lo que me había pasado hacía segundos, mi mente estaba en ello y no en la separata. De repente me hicieron “bips” cerca de la oreja y mi cuerpo se quedó helado. Mi madre ahora roncaba y yo volví a leer más fuerte, pero un “bips” más fuerte me volvió a dejar petrificado. No tenía valor de voltear y ver qué era, sentía que era la mujer que estaba al costado de mi cama, cerré los ojos y los junté contra mi almohada. Esta vez, sintiendo un aire helado cerca de mi oreja, oí el tercer “bips”, más largo que los otros, que finalizó con una “s” carrasposa. Sin abrir los ojos, grité “mamá” y luego me paré y la desperté removiéndole la cabeza. Le expliqué lo que me había pasado. Ella sabía que había visto a esa mujer días atrás. “Hoy dormiremos con luz-algo que detestaba mi progenitora- no puedo, esa mujer me persigue” Mi mamá comprendió y fue asequible en acompañarme a la cocina a ver un vaso con agua para calmar mi exaltado estado de ánimo y a la biblioteca a coger la Biblia que estaba arrinconada y perdida entre tantos libros de sectas y espiritualismo de la colección materna. Al Libro Sagrado lo puse abierto al costado de mi cama y cada vez que regreso a Iquitos, desde el primer día hago lo mismo para evitar incómodos “bips” o algún otro tipo de manifestación espectral.

Ahora, en mi pensión de Piura, me sentía tan débil para decir “La sangre de Cristo tiene poder” que los pulmones me dolían, me dieron nauseas y mis músculos parecían los de una persona luego del primer día de gimnasio. Cada vez que con mucho esfuerzo, llegaba a pronunciar “l…aaaaaaaaaa”, sentía los masajes más frenéticos y la mujer me miraba más concentrada, mientras que yo me sentía más débil y prácticamente resignado a la derrota de quedarme sin un cuerpo donde vivir.

Lo único que me quedó aferrarme fue en el poder de la frase que me enseñó mi abuela, me concentré en ella, me envolví en ella y tratando de levantar el plomo de mi garganta, pude decir “la sangre de…” y no pude más, mi alma vibró todo el momento de la pronunciación y quedó agitada, exhausta. Pero mi esfuerzo fue un golpe poderoso, me había costado, pero había hecho daño. La mujer dio un leve quejido y sentí su debilidad, los masajes perdieron fuerza. Sin perder tiempo y dando otro manotazo de ahogado, levanté mi voz que me pareció menos pesada y pude decir de manera rápida y contundente, “la sangre de Cristo tiene poder.” El espectro se arrugó y quejándose pronunció “¡Ay!”, de la misma manera cuando una mujer lo dice haciendo el amor. Los masajes pararon en seco y una explosión dejó un ligero olor a azufre. El fantasma desapareció. Enseguida mi alma dejó la esquina del cuarto y zigzagueando a velocidad entró a mi cuerpo, con la fuerza de un saque de tenis. Sentí mareos y abrí los ojos, mi espalda la sentí tan fría que mi mano se quedaba pegada cuando la tocaba, por el contrario de la cintura para abajo, todo estaba caliente, como si hubiera estado muy abrigado. Recapacité sobre si lo que me había pasado había sido sueño o verdad. La respuesta fue un manifiesto corporal: De la cintura para arriba todo se me puso caliente y de la cintura para abajo, todo se me heló, hasta la colchita que tapaba mis piernas la sentí hostil de frío. La piel de la parte inferior se me erizó y sentí miedo como si algún extraño me estuviera observando que yo estaba echado boca abajo. Enseguida dije la frase del antídoto: “La sangre de Cristo tiene poder.” La repetí. Y de nuevo, todo se equilibró, el cosquilleo erizante desapareció. De reojo vi mi Biblia abierta por la mitad en mi escritorio. El reloj informaba que era las 10y 02 a.m. Vencí mi flojera y salté a recogerla: un buen rato la leí en voz alta. Con más valor, luego presioné play y el minicomponente siguió tocando el disco que había puesto cuando llegué de juerguear, leí las separatas y salí a almorzar.

En la noche, salí a hacer amanecida de estudio a la casa de un amigo que quedaba en la urbanización contigua a mi pensión. La mayoría de casas de esas dos zonas eran pensiones universitarias. Otro compañero se nos unió. Pasada las 4 am, no recuerdo cómo, entre las tertulias que teníamos, para descansar el ojo de tanto estudio, uno de ellos empezó a hablar que en su cuarto se desaparecían las cosas y aparecían por otro lado. El decía que eran duendes. A veces le jalaban el pelo o amanecía con moretones. Por espacio de una hora, hablamos sobre nuestros encuentros con el más allá.

Conté mi experiencia y ellos rieron con la fantasma masajista, me dijeron si había llegado borracho o drogado. Ninguna de las 2, había llegado cansado de juerguear sobre las 5 a.m. En esa época, no bebía licor, solo agua y muy rara vez fumaba marihuana, solo lo hacía para vencer mi insomnio. Luego, cuando nos dio miedo de tanto hablar de muertos y tras darnos cuenta que la casa de mi amigo era tenebrosa y oscura, decidimos seguir estudiando. Nuestro temor no nos dejó concentrar, solo continuamos ahí 15 minutos. Antes de retirarnos tuvimos que acompañar a mi amigo a su cuarto. Mi otro compañero tomo un taxi para su casa y yo caminé a mi pensión.

En el trayecto, tenía que pasar un parque donde siempre había vigilantes, pero esa madrugada de lunes no se les sentía el silbato, ni se les veía sentados en las esquinas como de costumbre. De la nada, recordé las historias que nos habíamos contado y sentí que se me escarapelaba el cuerpo y mis zapatos parecían llenos de plomo. Me quedé un rato inmóvil, miré los árboles cuyas copas se empezaron a mover desaforadamente, tras una ráfaga de viento. “Es mi mente”, dije y avancé. Estaba a dos cuadras de la casa. Antes de pasar el primer árbol, me di cuenta que las ramas se movían como si alguien saltara en la copa, mientras que el resto de los otros 4 que me faltaban pasar, estaban tranquilos. De reojo vi una figura humanoide que saltaba de ese primer árbol al segundo y así pasó al tercero, cuarto y quinto, moviéndolos estrepitosamente. No volví a mirar hacía arriba, sólo caminé rápidamente mirando hacia abajo. Traté de disminuir el miedo y pensé en las ocupaciones que me tocarían ese lunes pesado. Cuando llegué al último me cayó una ramita, pero no alcé la cabeza, huí con la piel erizada, metros adelante me vi mejor iluminado por la luz pública y para darme valor, me provoqué varios estornudos. Los hacía sonar de manera escandalosa. Me avalaba la gripe que me había atacado en el transcurso del día por haber dormido sin polo.

Una vez en mi cuarto, no podía respirar por la congestión nasal, no olía nada. Aún sin sueño, echado en mi cama, me puse a leer algo de lo que había repasado donde mi amigo. De pronto, entre la inaccesible tupidez nasal, se escabulló y me embargó un potente perfume de mujer. Era un perfume barato porque se sentía más alcohol que fragancia. Miré la ventana de mi cuarto y estaba cerrada, mi puerta también lo estaba. ¿Por dónde se metió ese olor? Si hasta mi nariz estaba cerrada. Nuevamente los pelos de mi piel se encrisparon y mis ojos comenzaron a lagrimear. En un arranque de valor, insulté desaforadamente, con los adjetivos que mi abuela ahuyentaba a los muertos y sentencié lo del poder de la sangre de Cristo. Cogí el Libro Sagrado y lo leí hasta que me venció el sueño. Esa madrugada, la dama masajista, derrotada por los límites del mundo carnal, me anunció su despedida.