sábado, 17 de enero de 2009

Un espectáculo improvisado

Es una tarde relajada, corre un viento que acaricia los árboles de La Plaza de Armas de Piura. Es un aire que inspira a los de la tercera edad a mover sus mandíbulas pronunciando los recuerdos que dejaron huellas en sus vidas, historias que son como sedantes para soportar el peso del presente: sus edades. “¡Qué poco nos falta para verle la cara a San Pedro!” parece leerse en sus ojos nostálgicos.

Por su parte, los turistas toman fotos de unos árboles para ellos raros, pero que nosotros los conocemos bien: los matacojudos. Nunca supe a quién le cayó o a quién mató su fruto parecido a un balón de rugby más macizo y por supuesto, más pesado, mucho más pesado. De lo que estoy seguro, es que el árbol toma el nombre de sus pequeños frutos, unos mastodontes cuyo impacto es capaz de dejar inconsciente o matar a algún desprevenido transeúnte. Los que los sembraron en la Plaza de Armas debieron haber estado locos, ¿Cómo se les ocurrió plantar tales asesinos en potencia en un lugar tan concurrido? ¡De verdad que estuvieron locos¡ jaja. Felizmente que estoy sentado debajo de un algarrobo, al menos las algarrobas no te matan si te caen en la cabeza, más bien son útiles porque puedes recoger una, pelarla y chuparla, eso deja un sabor agradable en el paladar. Pero, si decides hacerlo, debe ser caleta porque los palomillas y los chismosos pueden soltar comentarios estúpidos como “No tiene que comer en su casa” o “parece chivo comiendo algarrobas”

Los lustrabotas más pequeños juegan a las canicas, mientras los jovencitos y mayores van de banca en banca ofreciendo sus servicios, inventando polvo donde no hay: “Señor, le hecho gamuza a sus zapatos de paso que les doy una limpiadita. ¡50 centimitos y se lo hago!”¿50 centimitos? Ya me conozco el cuento de los centimitos: Primero ofrecen el precio y después, mientras te limpian los zapatos, te van echando sustancias que supuestamente el precio debería cubrir, pero al final del trabajo te das con la sorpresa que eso no es cierto, sino que tienes que cancelar un precio que excede en más del mil por ciento del precio base. ¡Qué picardía! ¡A mi no me vienen con esas! Yo sí que me los mando a volar. “! ¡Mis zapatos, están limpios no quiero que me los limpien, gracias!... ¡He dicho que no quiero o es que estás sordo!”

También marcan tarjeta de asistencia los vendedores de golosinas. Al verlos, me acuerdo de la canción de Micky Gonzáles: “Chiclets, cigarrillos, caramelos”. Me incomoda su presencia porque son cargosos. A veces estás concentrado, de repente ordenando la agenda diaria o distribuyendo mentalmente el dinero del mes o quizá estás flirteando a la chica que te gusta y ellos aparecen diciéndote “…” Ni los escuchas porque estás abstraído, pero aquí viene lo insoportable: Sientes un jalón en tu polo, “maestro tengo chiclets, cigarrillos, caramelos”. “No, gracias”. “También, tengo lentejitas Donofrio y Sublimes por si aca quiera”. “He dicho que no”. “Cómprele un chupete a su enamorada”. “¡Ah ahora son consejeros de uno, no? Váyanse de aquí antes que pierda la paciencia!

Son la 5 de la tarde. Valeria está a mi costado. La imagino como mi enamorada, caminando de la mano por las calles, felices de la vida. Es tan linda, femenina, espontánea, tiene carisma para los chibolos y lo más importante es que sabe de música. Con una mujer de ese calibre, para que más.

Los chiquitos vienen hacia nosotros a pedir que les contemos chistes. A mala hora nos sentamos en una banca de la Plaza de Armas a tomar una cremolada. Antes habíamos estado en un cumpleaños-almuerzo de un niñito de 6 años que vive cerca de aquí. Tuvimos que hacer de todo para divertir a los chibolos. Mi primera experiencia como payaso no había estado mal según el ojo crítico de mi jefa. Un poquito nervioso no más, para la próxima más paciencia, siempre hay que sonreírles hagan lo que hagan, porque después las madres se pasan la voz de que nosotros no les celebramos las malcriadeces a sus enanos. Valeria se había disfrazado de payasa, también y con ella hicimos el show. “¡A ver quien me recita un trabalenguas! Averaveraveraver, no se desesperen que para todos hay premio. ¡A ver quien baila mejor la Gasolina! ¡A ver, quien me canta una canción de Daddy Yankee!” ¡Que tal influencia le damos a los chibolos, no? Hacerlos interpretar canciones que no tienen ni una pizca de valores. Son temas que incitan a la perversión. ¡Que tal enseñanza! ¡A dónde se ha visto eso!, pero son disposiciones de nuestra jefa, a cumplirlas se ha dicho, necesito dinero. Total, la educación en nuestro país está por la cola, así que una raya más al tigre, qué más da. Las madres también tienen la culpa porque se vuelven locas de emoción cuando sus hijos sacuden las caderas a ritmo del perreo o cuando esfuerzan sus cuerdas bucales para decir “!Quiere chuculún, toma, toma,chuculún! ¡Otra, otra, otra…! Cómo digo que el mundo está volviéndose loco! Más claro, imposible. “¡A ver, chicos, nuestro Gokú va romper la piñata con sus superpoderes, aplausos para él! “¡Eyy..eyy no se empujen, ¡uyy que rico, caramelitos! ¡Ya viene la torta!”
Después del cumpleaños, nos provocó tomar una cremolada. ¿Irnos a cambiar para regresar por una simple bebida de 2 soles? No, definitivamente. Vamos así no más al Chalán y las pedimos para llevar para evitar que se burlen de nuestros coloridos atuendos.

El Chalán es una cadena de heladerías piuranas y uno de sus locales queda frente a la Plaza de Armas que es donde estamos ahora.

En realidad, si no estuviera en este cuerpo y fuera un transeúnte me estaría burlando de ese par de payasos que no soportan su profesión y que encima están tomando cremoladas; de mango y de tamarindo para ser exactos. Apuesto a que nunca habían imaginado a dos payasos refrescándose de esta manera: los imaginas contando chistes, haciendo bromas o hasta inclusive llorando como sucede en las películas hindúes, pero ¿tomando cremoladas? Nunca. Esto es un chiste, pero simplón, tan insulso como la cremolada diet que está probando Valeria. Es un absurdo, ¡qué locura! Quiero irme a mi casa a cambiarme. ¡Ufff… qué calor que hace!

Soy el payaso ecológico, el primero en su especie, mi nombre de batalla es “Verdecito” y tengo la función de hacer jugar y reír a los chiquitos como cualquier otro payaso, pero lo innovador es que les enseño a que mantengan limpia su ciudad y cuiden del medio ambiente. Mi disfraz es el de un árbol: en la cabeza llevo las ramas y las hojas, en el rostro la cara habitual del payaso; de los hombros a las rodillas es el tronco y la parte de la raíz me envuelve de las rodillas para abajo. Los más palomillas de la fiesta me han querido hacer caer, aprovechando que mis zapatos arrastran partes del disfraz, tal cual zapatilla desamarrada. Ellos me pisaban las raíces mientras yo corría haciendo el show, pero no consiguieron tumbarme, sólo una tropezadita sutil y nada más. ¡Cómo les nace la maldad a estos bandidos! Y las mamás, ¡bien, gracias!

Ah y me olvidaba del toque clásico en mi atuendo: la siempre nariz roja de payaso. Acabo de recordar que la tenía puesta porque casi cae dentro de mi cremolada. “¡No, no te preocupes, no pasó nada, Vale! ¡Qué burlona que eres!, jaja- en realidad, ¡qué vergüenza!” Ya que es la primera conversación que hemos pasado del: hola, ¿qué tal? y seguro va a pensar que estoy nervioso por ella. ¡Vamos, tú no estás nervioso. “¡Y ustedes qué me miran!” les digo con la mirada a una pareja de enamorados que se ha sentado en una banca frente a nosotros, parece que nunca hubieran visto la nariz de un payaso rodar por el piso, previo dilema de si caer dentro del vaso o no. Bueno, yo tampoco he visto ridiculez semejante; ríanse, pero sean disimulados.

Vale es la “Presita” porque su disfraz es un choclón de pollo. Al igual que yo también tiene la nariz de payaso y la hacen decir “Oiga caballero”, a diferencia mía, lleva unas botas de color rojo con la punta levantada. A Valeria no le gusta el disfraz porque la hace ver gorda. Yo le dije que no, que había cambiado la forma de su disfraz, que la pierna de pollo no parecía tal, sino la figura de la sirenita. Ella no me creyó y se pidió una cremolada diet de tamarindo.

Presita parece un mimo, pero de mimo no tiene nada porque hasta para hacer el show es tímida todavía, aunque me ha dicho que va a aprender las técnicas de ese arte. Y con respecto a la mejora de su desempeño como show woman me ha hecho recordar que la experiencia se consigue con la práctica.

El pensamiento es libre porque no tiene barreras; es loco porque te puedes imaginar personas con dos, tres o más cabezas o cumpliendo situaciones irreales. Es traicionero porque puedes estar toda una hora recordando la respuesta de un examen y no la obtienes; es rápido porque en contados segundos puedes pensar en un montón de cosas como me está sucediendo en estos momentos. En realidad, estaba buscando un tema de conversación divertido, dinámico y que no genere respuestas cortas.
¡Qué difícil que te parece encontrarlo cuando quieres impresionar a una chica que te gusta y que tiene el carácter más fuerte que el tuyo. ¿De qué le puedo hablar? ¿De los viejitos que dentro de poco le verán la cara a San Pedro? No, muy triste el tema. ¿De los lustrabotas y de los “chicles, cigarrillos, caramelos”? Menos aún porque vamos a hacer hígado recordando lo insistentes que son. Tampoco me conviene hablar de ellos porque con el malestar que nos va a generar ese tema, un piropo mal formulado- que es muy posible de darse teniendo en cuenta que estoy acompañado de “los muñecos”(nervios)-sería fatal para mis intereses amorosos.

De lo que sí le podría hablar es de los “matacojudos”. Estoy seguro que de eso sí se reiría y también se reiría de verles la cara a esos gringos estúpidos que están por tomarse una foto al costado de uno de esos árboles. Se alocan por lo desconocido.

Uyy, me acabé la cremolada, creo que ella también porque escuché el sonido del sorbete que absorbía el poco líquido que quedaba en el vaso. Eso significa que los matacojudos esperarán un momento porque hay que ser caballeros, tengo que botarle el vaso descartable en un tacho de basura.

De la banca al tacho:
“Permíteme botar tu vasito, vengo al toque., jaja.” “Mira, al toque, sino nunca más conversamos”, me dice bromeando. “No, de hecho, yo soy rápido como una bola de tenis”, explico y ella se ríe y me mira coquetamente con esos ojitos café, mientras que parte de su cabellera negro azabache se pasea por sus labios. ¡Qué espectáculo! “¡ya, te espero unos 15 segundos! Jaja”. “Esta bien como la reina ordene”.

Para qué miré a Vale. No iba ni dos pasos cuando los vasos volaron unos metros adelante y se escuchó un ¡ay! Me resbalé con una maldita cáscara de plátano, seguro que era de plátano manzano porque ni cuenta me di de su existencia. Qué horror, un payaso haciendo payasadas extras. Por ahí una buena alma me alcanza unas monedas pensando que era parte de un espectáculo improvisado, pero mi vergüenza se ha disfrazado de descortesía. “No quiero sus limosnas, no estoy actuando. ¡Me paro solo, gracias!” Auchh que dolor, ¿podré correr para el show de mañana?

Quiero mirar a Valeria porque tengo curiosidad de verificar si se está riendo o no, algo me dice que sí. No puedo verle la cara sonrojada porque tiene el maquillaje blanquinegro, pero sí veo que aguanta la respiración para no soltar la carcajada. La miro disimuladamente con cara de no saber qué me había pasado, con “cara de bobo”. Me pongo de pie y recojo los recipientes. “Ya pasó todo”, digo entre mí. Avanzo de manera rápida, dos tres, cin…co… pa…sos y un jovencito me sale al encuentro: “Señor le hecho gamuza a sus zapatos y se los limpio, 50 centimitos no más”…”No, gracias”. “Señor, una colaboración para irme a casa, lo que sea su voluntad” “No tengo”. “¡Lo que sea su voluntad, ah señor!”… “No, no vez que no tengo zapatos…Toma una quina y vete que no te quiero ver”.

Pero, ¡qué es lo que veo! ¡Qué hermosa gringa! Se parece a Cindy Crawford en su juventud. Es alta, como de mi porte más o menos (1.76metros), es rosadita: su piel se nota lisita; sus abdominales están trabajados y al descubierto. Y lo más sexy es el piercing de color verde fosforescente que brilla en su ombligo. Me gustaría conocerla, salir con ella, que se enamore de mí y que me lleve a su país de origen…!Yungay!.. Allí todos tienen un trabajo bien remunerado, se come bien, el Estado te apoya.

Después, me casaría con ella y dejaría el Saldarriaga inscrito en el extranjero. Viviría en una casa de campo, tranquilo, feliz, sin preocupaciones, vendría al Perú cada tres años a visitar a la familia con los bolsillos llenos de dinero y con las manos cargadas de regalos: “Para todos hay”… “yeee…” Mis sobrinos me querrían más y me mirarían como el ejemplo a seguir y no como el misio que soy para ellos. ¡Que rica la gringa con mi floro billingue de Don Juan ya la hubiera conocido! Lo malo es que está abrazando un matacojudo esperando que el fotógrafo ambulante apriete el click, salga el flash y que luego la enyuque con un precio caro por la instantánea, pero qué importa igual es linda y gringa, se le perdona.

“¿Humberto a dónde vas? Parece que te ha hecho mal la caída, jaja! ¿Qué no has visto el tacho de aquí no más?, jaja”, me reclama Valeria con sonrisa en los labios. La gringa me desconcentró y me pasé el tacho de basura. De nuevo, esas expresiones de Valeria me han puesto medio nervioso, pero esta vez con menos intensidad. Creo que estoy cogiendo confianza con ella. Con todas las chicas puedo ser espontáneo, pero con ella no puedo: estoy tieso como cuando aprendía a bailar salsa o merengue. Felizmente que ya va pasando ese síntoma, eso significa que voy bien, que voy progresando en mi cometido.
Para no quedarme callado -como que tanteo el territorio y de paso que evito todo contacto con la timidez- le respondo coquetamente: “Es que estaba pensando en ti, una chica linda, desconcentra fácilmente”

Me emocioné por lo que dije e inexplicablemente un impulso me hizo correr y hago como si jugara basket, finjo dar botes en el piso. Los vasos vacíos que los he juntado en uno solo hacen las veces de balón y el tacho tiene la función del aro. Hago una jugada de lujo, pasando los vasos por mi entrepierna y luego los paso por mi espalda terminando delante de mí, justo en posición de tiro. Estoy cerquísima al aro, miro a Vale quien me devuelve una sonrisa aprobando lo que voy a realizar. Tiro. Automáticamente alzo los brazos y simulo celebrar como los jugadores de la NBA cuando hacen el punto del triunfo en un partido que está por acabar.

¡Uyy que pasó! La sonrisa de aprobación se congeló y esa expresión cambió a un meneo de cabeza. Desaprobado. Completa su respuesta haciéndome el símbolo del “perdedor”. ¡Qué horror! Volteo y los vasos yacen en el piso, apunto de chorrear la miseria de líquido que queda. Me dejo de payasadas y los recojo; los hecho en el tacho, que repleto rechaza mis desechos. De nuevo a recoger y a echar. Lo hago, pero esta vez los hundo bien dentro de la basura asegurándome bien de que no se caigan.

¡Ajjj, me ensucié la mano con cremolada! Por si fuera poco acabo de darme cuenta que al momento de levantar los brazos para realizar el tiro, el disfraz que me quedaba estrecho se me descosió de la axila. Un arbolito descocido. “Verdecito” pide ayuda. SOS, no quiero hacer el ridículo.

La ida fue un desastre, para la vuelta no pretendo hacer algo para impresionarla, lo único que quiero es llegar a la banca y tratar de borrar la imagen de hazmerreír que le estoy dando.

Siempre que camino rápido muevo los brazos, tal cual marcha, esta vez pasa lo mismo, quiero sentarme ya y por eso apuro el paso. De pronto, mi braceo es interrumpido, alguien jala mi mano y me obliga a detenerme. Volteo y un “carasucia” me pide que le compre cigarros. Yo enemigo del tabaco y siendo un payaso ecológico, el primero en su especie, reuso a comprarle el producto. No. Estoy de mal humor, así que no me fastidies. Reacciono y descubro que no me había dejado de agarrar el brazo. “Suéltame”, le exhorté. Zafé mi derecha con tal fuerza que mi brazo salió como un resorte hacia delante, pero con la mala suerte que en ese momento un chiquito pasaba cerca de mí comiendo un chupete.

El chupete cayó al suelo y “Ñañañañañaña” comenzó a llorar automáticamente. Al niño lo acompañaba su madre que como una fiera me increpó por ser descuidado y abusivo. “! Qué te has creído para tratar así un menor! ¡Manganzonaso, te traigo a mi marido a ver si le pegas. Marica! Señora, no fue mi intención, discúlpeme, le compro un chupetito a su hijo. “Ñañañañaña”, a la voz de chupetito, el chiquillo fue llorando menos hasta que se calmó. Ey, chiclets, ven. Dame un chupete. Discúlpeme y hasta luego señora.

Ya llego, ahora sí no pasa na… ayyyy!****(recorcholis, rayos y centellas traducidos a la forma vulgar) Otra cáscara de plátano solo faltaba esto. ¡Qué cochinos son los que transitan esta plaza! Los odio. En este momento unos curiosos se han amontonado alrededor mío y aplauden y se ríen creyendo que es parte de un espectáculo de payasos que quieren recursearse. Echado con la cabeza hacia arriba, miro a Valeria que en tono sarcástico dice: “no fue un toque, fueron muchos toques los que demoraste. Me has hecho esperar mucho. No cumpliste tu palabra, el juego terminó. Nos vemos en el show. Chau, que te mejores de tus caídas y no me acompañes a tomar taxi te vayas a caer de nuevo”.

Auuu! Eso sí que me dolió. Una gran derrota para un Don Juan: Perdiste tu oportunidad. Para otra será… ahorita estoy hecho un payaso. “Señores una colaboración para este artista esforzado”. “¡Pa ya oee!”, me dicen en coro la mayoría de curiosos. Por ahí alguien se apiada, me tira una moneda y se va riendo, miro y son diez céntimos. Sólo diez céntimos, estiro la mano para tantear el corazón de un verdadero admirador del arte improvisado, pero ya no hay nadie mirándome. Me voy a casa a cambiarme, a borrar esta pesadilla… esta pesadilla real.

Humberto José Saldarriaga Pérez
Piura, octubre 2005

viernes, 16 de enero de 2009

LA SONRISA QUE NO DEJÓ DE SER SOLO UN MOMENTO

Sonreí al espacio, sin ganas, pero con alegría, sonreí vagamente, por compromiso ante un chiste malo de una amiga entrañable.

Una mirada que repasaba sin mucha atención una cola de gente esperando por su café, la hizo suya. La retuvo con una atención agradable unos microsegundos y la dejó ir. Su mirada fue como un delicioso postre pequeño, de esos que después de probar uno, quedas con las ganas de comer más hasta el hartazgo.

Mi conversación continuó con la amiga de confesiones, la amiga comprensible, la amiga de tiempos, la amiga de a los tiempos.

La sensación de ese encuentro con la perfecta extraña, aunque micropequeño, me dejó en la retina y en el presentimiento una mezcla de inocencia, de atracción, de historia de película, de química perfecta, de efecto dulce duradero, en conjunto una dosis altamente aditiva.

La anónima le echaba dulce a su café, mientras todo me parecía nuevo y acogedor en Starbucks. La gente se desenvolvía como en su casa, algunos hasta se sentían más cómodos que en sus hogares, puesto que llevaban su material de estudio y lucían concentrados, mientras mecánicamente sorbían de a pocos el café. Solo faltaba que hubiera una cama y que alguien durmiera plácidamente.


Yo era parte de la cola que ella había repasado. Cuando llegó mi turno, había mirado a todos lados, menos en las opciones, yo sólo relacionaba al local con el café, pero en sí había té, frapuccinos, jugos y otras bebidas con nombres raros.


“Me da, me da, me da”, expresé con esa premura de sentirse nuevo en algún lugar donde todos van, sin embargo mis nervios dejaron en la mente de la cajera qué me podía gustar. “Todo menos café”, agregué “¿Puede ser un té caliente?”, sugirió. “No mejor helado”, precisé. “¿Té, clásico, de la india, de yerbas?, ¿Grande, mediano, chico? ¿Cuantos sobrecitos de azúcar desea?, ¿qué marca prefiere?”, arremetió. Yo casi sin saber, respondía a lo que me sonaba más conocido, presionado por la idea de que la cola que me precedía, se estaba impacientando.


La segunda vez que me miró, yo tenía cara de zonzo y le preguntaba a la cajera qué té era más rico. Esta vez me devolvió la sonrisa y bajó los ojos tímidamente. Sentí agradable esa comunicación visual de dos perfectos extraños. Ella no me inspiraba sexualidad, más bien yo me imaginaba como un director de cine creando una historia en la que yo también era el actor y ella la musa de mis películas. Observaba cada detalle de ella y me imaginaba historias como poniéndole pausa a todos menos a ella, me le presentaba, cogía los sándwich de la despensa, nos sentábamos a conversar y nos hacíamos amigos, terminando la charla con una invitación mía para ir al cine.
Ella le echó dulce a su café con unas cucharitas especiales con las mismas que sufrí un montón para endulzar mi té, me recordaban a la única vez que comí chifa con palitos chinos. Cuando vio que seguía pidiendo bolsitas de azúcar y que seguía sin sentir dulce, ella sonreía y yo avergonzado le devolvía la sonrisa, nos mirábamos un rato más y sin saber qué hacer yo bajaba la mirada hacia al té que ya lo empezaba a odiar, mientras ella volvía a prestar atención a la entretenida conversación de su mamá, su hermana y una amiga de la familia.


También me atrajo, su forma de vestir. Tenía un estilo holgado y desfachatado, pero dentro de los cánones que impone la moda sport. Calculo que su edad no llegaba a los 20. Usaba jeans anchos, despintados en la rodilla, llevaba una correa de cuero, de esas que hacen los artesanos: una combinación de folk con urbano. La arropaba una polera holgada con capucha, multicolor, como andina, pero con arreglos modernos. Su pelo alborotado coquetamente daba visos que en una noche relativamente fría había caminado encapuchada. Confirmo que era bonita porque a pesar de estar despeinada, se veía genial.

Sus zapatillas eran de skater, anchas con combinaciones grandes en blanco y negro y algunos cuadrados y dibujos en rojo. Me sorprendió que todo su atuendo multicolor hacía juego y contrastaba alegremente con el gris invierno limeño.

En cuanto a mí, ese día me empeciné en usar una chompa que recién había comprado, pero que luego me había desanimado de usarla, sin embargo ya era tarde para regresar al hotel donde me hospedaba para ir a dejarla. En posteriores oportunidades, me han jugado bromas diciendo que parezco abuelo con esa chompa. Me sentía monótono, los colores de mi atuendo eran similares. Me sentía calvo ya que luego que me bañé, me di cuenta que no había traído peine a Lima, así que me tuve que peinar con los dedos, pero no pude hacer magia con las entradas de mi cabeza. También me sentía gordo, puesto que mi última semana en Iquitos no hubo un día que no me hicieran despedidas por mi regreso a Piura. Todas incluían grandes comilonas y cantidades ingentes de cerveza. En definitiva estaba incómodo, será por ello que mis instintos solo se limitaban a mirarla y sonreírle.

Después de unos minutos en Starbucks, perdí la cuenta de cuantas veces cruzamos miradas, ahora recuerdo las más importantes. Una de ellas fue cuando se fue al baño y me miró fijamente, ese secreto de ambos era mágico, ambos sabíamos que nos gustábamos, que nos mirábamos, que queríamos conocernos, era como una marinera. Ella esperaba mi primer paso, que dominara la situación, para ella eso en cualquier momento llegaría, por mientras le gustaba como la miraba. Yo me ahogaba en un vaso con agua y no sabía cómo conocerla, pensé en hacerle una seña para que me diera su teléfono y no pensé en esperarla afuera del baño. Cuando pasó por mi lado, apuró el paso nerviosamente y se tropezó con un asiento. Yo me reí y ella reaccionó con otra sonrisa y me miró fugazmente, mientras sus orejas rojas confirmaban su vergüenza.

Mi amiga de a los tiempos, empecinada en contarme su vida desde la última vez que nos vimos, reparó en que no le había prestado atención desde que ella contó su chiste malo y se dio cuenta que mi lado emocional estaba extasiado con algo nuevo. “¿Quién es ella?”, preguntó. “No sé”, respondí. “¿Qué y por qué te mira?”, insistió. “¿Me ha mirado?”, me hice el desentendido. “No te hagas el cojudo, se están mirando hace rato, qué piensas, ¿que he nacido ayer?”
La magia se rompió, las miradas ya no se expresarían libremente. Cuando la anónima pasó nuevamente por nuestro costado, saliendo del baño, me miró nuevamente, pero cambió rápidamente de orientación cuando se topó con la mirada de pocos amigos de mi amiga. Mientras tanto, yo me esforzaba por no mirar a la todavía “atracción de mis ojos” y trataba de llamar la atención de Doménica, mi amiga entrañable, alzando la voz del relato de mis anécdotas.

Con Doménica, la historia había ido de más a menos en cuestión de gusto, más bien, la amistad se había fortalecido, cosa que pretendía vencer para volverle a dar peso a la antigua atracción. Ella me gustaba desde que la conocí varios años atrás, cuando era aún colegiala, pero sin embargo su partida de Piura, primero a Trujillo y luego a Lima, había influenciado en su carácter. No era la Doménica inocente, juguetona y de mirada tierna, sino una Doménica desconfiada, de comentarios filosos, indiferentes y de mirada fría. La invité aunque no me hubiera llamado por mi último cumpleaños, ni en Navidad, ni en Año Nuevo, costumbre que teníamos desde que nos conocimos.

Lo hice por dos motivos. El más poderoso era que llegué en mala época a Lima: un día de semana y justo para la época de los exámenes parciales universitarios, así varios de mis amigos limeños estaban concentrados en sus estudios.

El otro motivo fue que buscaba vencer una vez más el contexto adverso que se me presentaba con ella. La primera vez que nos besamos, ella estaba con enamorado. Yo sufrí por ella, aunque siempre nos besábamos, ella quería más a su enamorado, además la reputación de pendejo que tenía no me favorecía y aunque Doménica se daba cuenta que cuando estaba con ella, mis palabras, mi actitud y mi mirada la acariciaban suavemente, no terminaba de confiar a mí.

Cuando su estado cambió a la soltería, dejó de vivir en Piura. Cada vez que coincidíamos en Trujillo o en Lima salíamos al principio como amigos y terminábamos como si fuésemos enamorados. Al final de nuestros encuentros ella sentenciaba: “Si tan solo vivieras acá” Sin embargo, desde hacía varios meses la comunicación se había enfriado, más bien fue toda una sorpresa para ella que la hubiera llamado. Ella tampoco estaba en mis planes, pero “a falta de pan, buenas son tortas”

De look también había cambiado, pero no me gustaba su evolución, parecía de aquellas chicas que se saben bonitas y que redundan en vestimentas y peinados y adornos que terminan desvirtuando ese aura natural que es de donde proviene la verdadera belleza. Me mencionaba que invertía buena cantidad de dinero en perfumes, dietas, pillings, peluqueros. Una vez, Doménica fue flaca, luego engordó notoriamente y a partir de ahí se traumó con el peso, sobre todo porque su estatura no la ayudaba.

En lo poco que llevábamos de charla me había preguntado como 4 veces entre directas e indirectas ¿cómo andaba su figura? En realidad estaba en término medio. Le respondí que había bajado bastante desde la última vez que la vi. Lo bueno, que esta invitación me estaba saliendo barata puesto que ella pidió un agua mineral y galletas integrales.

Por el contrario, ella apreció que yo había engordado con lo que sentí cargo de conciencia de seguir tomando mi frapuccino( el té de la India no me había gustado mucho), de dar otro mordisco generoso al sándwich de lomo saltado y de seguir mirando a la perfecta extraña con la que estaba dispuesto a crear una historia inolvidable.
Tenía tantas ganas de mirarla nuevamente que sentía lo mismo que cuando uno desfoga el líquido amarillo, después de aguantar por mucho tiempo las ganas de orinar. A la vez me sentía presionado por vencer mis miedos interiores.


Por fin, el agua mineral en Doménica hizo efecto. Se iba al baño. A sabiendas de que la tentación por unos momentos no tendría obstáculos, me mandó a comprar más galletas integrales. Yo con un argumento mitad cierto, mitad excusa, dije que si me paraba no habría nadie quien nos cuidara los asientos, por tanto nos lo podrían ganar y que perderíamos comodidad porque ya no habían muebles disponibles. “A tu regreso voy y compro galletitas”, agregué. “No, ya yo voy”, respondió haciéndome un gesto que ya se orinaba.

La oportunidad era en ese momento. Conforme Doménica entró al baño, con desesperación volteé a mirarla, pero justo ella estaba contándole algo a todas sus acompañantes y parecía que lo hacía bien, ya que todas estaban muy atentas. En eso, mi ex enamorada me mandó un msj. Sea como sea, donde hubo amor, aún hay ganas de responder con amor porque hay llamas que aún flamean y ese mensaje era como el combustible que las avivaba. Decidí responderle, pero cada vez que escribía miraba al frente, esperando ser retribuido.

Lo único que conseguí fue enviar el mensaje a la mamá de una amiga. La señora tenía fama de que su marido le pegaba. Yo asustado envíe un mensaje como si fuera un desconocido pidiendo disculpas por la confusión. Conservaba ese número en mi celular porque mi amiga que se llamaba igual que mi ex, cuando no tenía saldo me enviaba mensajes del cel de su mamá.

Impacientemente me volteé y sin disimulos la miré y le movía mis ojos para que me prestara atención. Terminó de hablar y enseguida me miró. Sonreímos, ya me parecía familiar hacerlo, pero ya no bastaba eso, por ello intenté decirle con gestos vagos que había esperado su sonrisa por buen tiempo, pero como yo no tengo desarrollada la comunicación gesticular, ella no entendió y sonriendo me devolvió un gesto amable para que le explicara de nuevo lo que le quería decir. Intenté decirle que lo olvidara, que me diera su teléfono. Justo cuando se reía coquetamente, su madre me miró y yo me hice el desentendido. Volteé y me topé con Doménica que salía del baño. ¡Qué rica meada que me metí!”, me dijo cuando yo para disimular estaba apunto de sorber un poco de mi frapuchino de fresa.

Mentalmente me lamentaba, estaba encerrado entre muros invisibles que me remarcaban mi debilidad: la mirada que yo no había podido catalogar si amistosa o celosa de la mamá de la chica, Doménica y la incomodidad de mi look.

Traté de olvidarla, no volví a observarla, me resigné a dejar ir lo que podía cambiar mi vida, por fin empecé a contarle a Doménica las vivencias de Iquitos, de esas historias que dan pie a opiniones y que hacen prolongada la conversación. No sé cuanto tiempo pasó, solo sé que sentí un hincón en un costado de mi cuerpo, volteé y era ella yéndose, que me volvía a mirar como intentando decirme algo, pero que se interrumpió porque su mamá le buscó la conversación.
Por las lunas del local y en medio de la oscuridad la vi insistiendo con su mirada, como si a ella también hubiera esperado hacer su historia de cuento de hadas conmigo. Sentí amor por ella, la construí en mi imaginación, la hice parte de mi pasado, formé su personalidad con retazos de canciones, me llené de ganas de amarla endiosándola con trozos de Literatura y vivimos momentos mágicos con escenas de películas románticas famosas. Todo ese momento fue eterno, pero no dejó de ser solo un momento. Su cuerpo avanzó y su mirada se perdió, yo levanté la mano disimuladamente como diciéndole hola y adiós.

Mi concentración de Don Juan, se había perdido, estaba abstraído por ella. Esa noche fue fría, Doménica me acompañó al hotel. Pensé en desvestirla, lo intenté, quería descobrarme la impotencia. Pero ella estaba dispuesta a vencer la tentación que siempre nos terminaba ganando. Quería demostrarme que había cambiado, que no era la Doménica que conocí. Yo estaba herido de muerte para acceder a esa batalla, solo funcionaba mi instinto, más no mi cerebro. Pero allí, en la habitación se necesitaba de una partida de ajedrez, de agilidad mental para conquistarla y no de una película erótica para excitarla.

Tres horas insistí y al final me sentí aplastado y decidí dormir, aunque sea vencería a mi insomnio. Cuando lo conseguía, Doménica me dijo literalmente que tenía “ganas de meterse un cague”. Le dije que lo hiciera con toda confianza y perdí el sueño y las ganas por ella. La imaginé sentada en el baño pujando y limpiándose. Ya no le quería volver a besar su mano.

A las 6 de la mañana me despertó para que la fuera a dejar a su casa que quedaba a tres cuadras del hotel. Lima amanece oscura y fría, la llovizna empapaba mi chompa y abría mis ojos somnolientos. El agua del cielo inundaba mis derrotas. Llegamos a su casa y me dijo que quería volver a salir conmigo horas más tarde. Sonreí y me di la media vuelta. Caminé de regreso pensando que la historia pudo haber sido diferente.

Humberto Saldarriaga Pérez
Piura, 22 de agosto de 2008